El milagro de los hábitos
(merodeo analítico por la obra de Naia del Castillo)

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«La lente fría de la filosofía licencia a la equivocidad tumultuosa del alma que salta continuamente de aquí y allá y se enloquece y trastorna con representaciones opuestas e incompatibles: los vestidos de carne de nuestros cuerpos se mantienen como los hábitos que dejamos sobre el sillón por la noche antes de ir a la cama. Finalmente se sustraen a la enantiodromía de los sentidos contrarios, a la permanente sucesión de amor y de odio, de la atracción y de la repulsión, de la afectuosidad y de la agresividad, al vuelco de los unos sobre los otros. Los pliegues del sexo femenino no son diferentes de las ondulaciones del tejido del asiento, la piel que se desliza por el asta del sexo masculino es afín a la funda del brazo del sillón: los vestidos de carne de nuestros cuerpos, liberados del cuerpo y suspendidos en un encanto sin espera, son el objeto de una embestida sexual infinita y absoluta que podría parecer más acorde a un sastre, a una modista, a un tapicero enloquecido que a un filósofo».

«A semejanza de los medios de comunicación que, para satisfacer las mediciones de audiencia, sólo vehiculizan la obscenidad o el espanto, el nihilismo contemporáneo revela el drama de una estética de la desaparición que ya sólo concierne al dominio de la representación (política, artística...), sino al conjunto de nuestra visión del mundo». Podríamos estudiar el arte desde la proxemia (que estudia la proximidad entre extraños en los lugares públicos o semipúblicos) y así explicar la razón por la que la catarsis ha sido superada en una estetización de la repugnancia junto a una mediación del ridículo y de lo lacrimógeno que ha llegado a convertir el término pudor en algo, esencialmente, obsoleto. Encumbramos los así llamados «programas de entretenimiento» o talk-shows, en los que la confesión es despliegue patético, morbosidad neutralizada y los argumentos han sido sofocados por el alarido, el insulto sin contemplaciones y el horizonte de la justicia asume únicamente la forma de la amenaza: difamación, querella y montaje terminan por ser partes integrales del negocio de una intimidad que es cinismo escénico. Pero más allá de lo melodramático patético y, por supuesto, frente a la transestética de la banalidad y la retórica sociologista, algunos artistas han sabido generar una poética de lo cotidiano que permita eludir tanto lo obvio cuanto lo obtuso. Contemplamos Luciérnaga (2003) de Naia del Castillo, esa mujer con un vestido que se prolonga más allá de las extremidades, sosteniendo una lámpara que ilumina esa desproporción, y sentimos que, afortunadamente, todavía hay un arte que prefiere el enigma (la densidad de las metáforas) al literalismo, la evocación de una belleza inquietante al regodeo escatológico, la meditación sobre nuestra identidad a la teatralización de todas las mezquindades por recónditas que sean. Javier González de Durana ha subrayado la capacidad de Naia del Castillo para transformar lo banal en algo atractivo y, sobre todo, dotar a lo cotidiano de un significado distinto al habitual. Puede ser algo tan simple como unas uñas pintadas que, sorprendentemente, han quedado unidas (Sin título, 2003) o unas barras de labios en forma de gallos (Corral, 2004) o una camisa con un delicado bordado que deja ver el seno femenino (Seductor, 2002), formas de mostrar la importancia del deseo del otro y, al mismo tiempo, de ese momento en el que salimos de la atópica espera para conocer la mirada desearte. En Espacio doméstico-Cama (2001), la mujer queda emplazada en una suerte de sábana vestido, una obra que combina la sutileza y la contundencia, señalando que esta creadora enuncia lo que desea con absoluta precisión: «La idea —señala Naia del Castillo— está muy clara y definida, pero siempre hay una lucha para simplificar y (para que) el mensaje quede como en el aire, expuesto, suave, sin dureza».

Tengo la impresión de que toda la obra de Naia del Castillo trata de la construcción (procesual) de la identidad, del modo como la relación con los espacios que habitamos y los objetos que nos rodean modifican nuestras emociones. Esa poética hibridación de las cosas y los cuerpos, el desplazamiento metonímico de las acciones y los vestidos, transmite alegorías de la pérdida, de la melancolía y del afán de volver a encontrar un modo de comunicar lo que (nos) pasa. Sólo si recupera el espacio que primero ha deshabitado, el hombre, más que un enigma un desencuentro (dystychia), puede alcanzar lo que impropiamente llama totalidad; el deseo y la imaginación superan las limitaciones, pugnan por estar fuera de la ley, inventando ese otro lado de la vida. Un combate simbólico se desencadena para superar ese amor que transforma al otro en reflejo especular o en un obstáculo que puede ser reducido, de forma inhumana, a nada, resto indeseable que arrojar a una tumba sin nombre. La estética de Naia del Castillo plantea el «cuidado de sí» a partir de una singular extrañeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimidad), un proceso complejo en el que nos ponemos hondamente en relación con la Cosa'.

Bataille considera que la dialéctica de trasgresíón y prohibición es la condición y aún la esencia del erotismo. Campo de la violencia, lo que acaece en el erotismo es la disolución, la destrucción del ser cerrado que es el estado normal del participante en el juego. Una de las formas de la violencia extrema es la desnudez que es un paradójico estado de comunicación o, mejor, un desgarramiento del ser, una ceremonia patética en la que se produce el paso de la humanidad a la animalidad. Ante la desnudez, BataiIle experimenta un sentimiento sagrado, en el que se mezclan fascinación y espanto, en él surge la equivalencia con el acto de matar o, para ser más preciso, la inminencia del sacrificio. Naia del Castillo no desnuda a sus «modelos», antes, al contrario, viste sus cuerpos, revelando que es precisamente en ese modo de cubrir el cuerpo donde puede producirse la seducción extrema. Todas esas telas y artificios, desde el babero de la pose narcisista (Sin título-Seducción, 2002) hasta la mujer que levanta el  vestido como si fueran alas nocturnas (Luciérnaga III, 2003), hechizan al espectador, introducen a la imaginación en un territorio de magia en el que la vida es pura ficcionalización. Naia del Castillo monta sus narraciones plásticas en la «expansión» de lo escultórico en relación con lo fotográfico, manteniendo el interés por todos los momentos del proceso. Los maravillosos objetos realizados para Tiro con arco (2003) están dentro de una vitrina junto a la fotografía de la mujer que apunta a un blanco que se sustrae a nuestra visión, los vestidos están expuestos como pudieran ser de nuevo utilizados y, sin embargo, han entrado en el tiempo de una liturgia diferente: son la marca de un post-performance o, mejor, de un acontecimiento sedimentado en una toma definitiva.

Naia del Castillo elude, en todo momento, la retorización de lo escabroso o la dinámica (pseudo) provocadora, porque lo que ella quiere es proceder como los sueños, condensando y desplazando, sobredeterminando los objetos y las indumentarias creadas por ella misma para acercarse a la realización del deseo inconsciente. Freud tenía claro que la perversión no es subversiva, es más, el inconsciente no es accesible a través de ella. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace que, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. «El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la "cuestión quemante", la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente». Zizek sostiene que, en la era de «declinación del Edipo», en la que la sub-jetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto «perverso polimorfo» que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. Sin embargo, Naia del Castillo no recrea el «espectáculo» inducido y repetitivo de las histéricas sino que bucea en pos de las pulsiones, allí donde el fenómeno de la transferencia tiene los rasgos de la curiosidad y de la incompletud de la infancia.

El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica' ; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. Si el deseo lleva siempre a la imposibilidad de su satisfacción, la pulsión encuentra su satisfacción en el movimiento mismo destinado a reprimir esa satisfacción: «mientras que el sujeto del deseo se basa en la falta constitutiva (existe en cuanto está en busca del objeto-causa faltante), el sujeto de la pulsión tiene su fundamento en un excedente constitutivo: en la presencia excesiva de alguna Cosa intrínsecamente "imposible" y que no debe estar allí, en nuestra realidad presente: la Cosa que, por supuesto, es en última instancia el sujeto mismo» . Naia del Castillo mimetiza a sus personajes con el entorno doméstico o es capaz de «sugerir belleza y monumentalidad a través de una acción violenta y claustrofóbica como la de envolver un rostro con su propio pelo». Con enorme astucia enmascara el semblante y focaliza la atención en los hábitos, en acciones anómalas, en de lo fotográfico. Acaso esté demostrando que hace falta mucho candor para asumir esos extraños hábitos. Pero también hay que soportar las condiciones que imponen esas vestiduras, como esa que está fijada a una silla (Espacio doméstico-Silla, 2000), un impedimento para el deseo de caminar, un lastre que nos impone acaso el sedentarismo.

Naia del Castillo moviliza sus obsesiones entre la alienación y la seducción. Cita, con enorme lucidez (en Sin título-Seducción 2002), el galanteo cita, por ejemplo, el galanteo dieciochesco y remite a la materialidad de las pasiones propias de aquella Ilustración que no era capaz, a pesar de todo, de acabar con las sombras de lo racionalizable. La meditación de esta creadora sobre «personajes atrapados a lo cotidiano» alude también a la sumisión aceptada. «Naia desvela, gracias a su arte, esta especie de cuerda floja en la que se halla la mujer: esta ambivalencia entre la superioridad de la seductora y la inferioridad de su posición en el seno de la vida cotidiana. Y lo hace como buena postsurrealista que es, incorporan-do un contenido latente, nunca directamente manifiesto». Ese proceso de sometimiento puede relacionarse con la idea de interpelación ideológica que desarrolló Althusser que, a su vez, está conectada (por medio de lo imaginario) con el momento del desconocimiento'. Recordemos que tanto el devenir del sujeto como el proceso de sujeción: sometimiento y afianzamiento'. Los cuerpos-vestidos de Naia del Castillo están sujetos de forma inquietante; lo siniestro se da cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad, en la acepción de Freud es lo «íntimo-hogareño» que ha sido reprimido y ha retornado de la represión: algo incómodo, familiar pero, simultáneamente, disimulado (pienso en el colchón putrefacto en medio del campo). Todo afecto de un impulso emocional, cualquiera que sea su naturaleza, es convertido por la represión en angustia, «lo siniestro no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión»

Un objeto no es algo simple, ni algo que se conquiste si previamente no se ha perdido: «un objeto es siempre una reconquista. Sólo si recupera un lugar que primero ha deshabitado, el hombre puede alcanzar lo que impropiamente llaman su propia totalidad». Según Lacan, el término esencial en lo que se refiere a la constitución del objeto es la privación, una deriva de ese reconocimiento del Otro absoluto como sede de la palabra. La metáfora es la función que procede empleando el significante, no en su dimensión conectiva en la que se instala todo empleo metonímico, sino en su dimensión de sustitución'. Con todo, la constitución del objeto no es metafórica sino metonímica, se produce allí donde la historia se detiene: el velo se manifiesta, la imagen es el indicador del punto de la represión. El fetiche ciertamente es tanto un símbolo cuanto un síntoma neurótico, el despliegue de la perversión. Ya se trate de una parte del cuerpo o de un objeto inorgánico, el fetiche es, simultáneamente, la presencia de aquella nada que es el pene materno y el signo de su ausencia: símbolo de algo y de su negación, proceso mental que puede mantenerse sólo al precio de una laceración esencial, produciéndose una fractura del Yo. El fetichismo implica tanto el gusto por lo no-acabado cuanto el proceso de la sustitución metonímica, que, por otro lado, hemos determinado como característica del arte del index. «En cuanto presencia, el objeto-fetiche es en efecto algo concreto y hasta tangible; pero en cuanto presencia de una ausencia, es al mismo tiempo inmaterial e intangible, porque remite continuamente más allá de sí mismo hacia algo que no puede nunca poseerse realmente». Formas que celebran siempre su aparición fantasmagórica, cifras (convulsas) de una nada indeterminable. El fetiche marca el triunfo de lo artificial', esas suplementariedades fascinantes que Naia del Castillo introduce performativamente, desplazando lo erótico hacia lo funerario, esto es, dotando de visibilidad a la pulsión de muerte. Pienso en El jardín (2005), donde la mirada está negado y unas manos hurgan entre unas flores que podrían ser una corona fúnebre o en El lecho (2006), con esa mujer que yace sobre unas calaveras dentro de las cuales hay unas almohadillas de terciopelo rojo, obras de una intensidad poética enorme que son, en todos los sentidos, alegóricas.

Los órficos pensaban que el sueño era hermano de la muerte. En Más allá del principio del placer, advierte Freud que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real, pero también como teatro de la muerte". Naia del Castillo realiza obras que son receptáculos de sueños, incluso de los más oscuros; «las ataduras de Naia están más cerca de las imágenes oníricas que de una denuncia en primer grado». Hay una resistencia a la identidad dentro de la vida psíquica; la identidad no puede ser nunca totalizada por lo simbólico, «poque lo que éste no consigue ordenar emergerá dentro de lo imaginario como desorden, como lugar de la impugnación de la identidad». Naia del Castillo, aun aproximándose a la desaparición del rostro o a la calavera final, no tiende hacia la sublimación compensatoria, sino a una variación personal del complejo del objeto' que implica, en tanto que proceso de una cierta melancolía.

A pesar de asuntos extremos como el amor, la alienación, la seducción o la muerte, Naia del Castillo elude la dicción atemorizante, la academización del horror'). Su obra no es, a la manera de Cindy Sherman, el testimonio de un trauma, sino una serie de relatos alegóricos de experiencias y obsesiones, que van desde la ternura, tal y como aparece en Las dos Hermanas (2005) a la inquietud de La Urraca (2005), con el pájaro siniestro e inmenso sobre un cuerpo envuelto por un velo de perlas que oculta completamente el semblante. Conviene tener presente que cuando el sujeto se aproxima demasiado a la fantasía se produce el (auto)borramiento. La experiencia artística es un exorcismo de la aphánisis. La obra de arte es una joya que resplandece en la oscuridad y nos seduce vertiginosamente, como el agalma (materializado explícitamente en los botones fotográficos y en el árbol con anillos de El árbol del joyero, 2005), que garantiza un mínimo de consistencia fantasmática al ser del sujeto: el objeto a como objeto de la fantasía que es algo más que yo mismo, gracias al cual me percibo a mí mismo como «digno del deseo del Otro». La pregunta original del deseo no es aquella que quiere saber realmente qué es lo que quieres decir, sino esa otra que espera saber qué quieren los otros de mí: ¿qué ven en mí?, ¿qué soy para los otros?

Derrida ha señalado que no hay don sin la llegada de un acontecimiento, esto es, no puede producirse sin «sorpresa», pero tampoco sin que lo que se da se pierda, quede sólo humo, mejor que la ceniza, las huellas del sacrificio y del placer. La insistencia se transforma en desmesura, la imagen se multiplica hasta ofrecer un inmenso relato o los meandros de un sueño: lo que se da es el tiempo, suspendiendo la presencia. «El deseo y el deseo de dar serían la misma cosa, una especie de tautología. Pero puede ser, también la designación tautológica de lo imposible. Lo imposible puede ser, si dar y tomar son la también lo mismo, la misma cosa que de ninguna manera sería una cosa». Naia del Castillo sabe que el deseo de poseer nos obliga, en primer lugar, a ofrecernos; por tanto su obra es un regalo que permite celebrar el placer que es tan sólo una forma del asombro, un deslumbramiento, un destello fragmentario en un espejo, como el don es la venida de lo nuevo, «de lo inanticipable y de lo no-repetible ».

La fantasía no es el objeto del deseo, sino su encuadre. En la fantasía el sujeto no busca el objeto ni su signo: aparece él mismo capturado por la secuencia de imágenes. El punctum es un suplemento, es lo que la mirada añade a toda fotografía, una especie de sutil más-allá-del-campo, como si la imagen lanzase al deseo atravesando la barrera de lo que muestra: «la fotografía ha encontrado el buen momento, el kaírós del deseo». Se puede pensar en la fotografía como una huella, fetichista, del encuentro con el enigma de la sexualidad. En el espacio perverso nada es fijo, todo es móvil, no hay una finalidad particular. El fotógrafo se comporta como un voyeur, familiarizado con un lugar desierto espera algo, su fantasma produce un cuerpo evanescente. Naia del Castillo focaliza los hábitos, las indumentarias, los objetos, activa el proceso de simbolización, teatralizando la existencia con una tonalidad barroca. El paso del tiempo y sensación de que todo es caduco terminan por sedimentarse, en El árbol seco (2007), con la aparición de una chica sentada en una repisa de mármol, rodeada por el dibujo enorme de una corona de espinas. Aquel reloj de la arena de la melancolía de Durero vuelve a ser parte de una geometría que nos interroga. Naia del Castillo reconsidera la Historia del Arte para encontrar el reflejo de sus obsesiones y, así, se apropia un fragmento de un tríptico flamenco de Robert Camping para componer una gemelaridad contemporánea de Santa Bárbara en un espejo: otra mujer que lee en una atmósfera de serenidad y melancolía. Si el fetichismo implica la Verleugnung, la negación de la diferencia sexual, los artificios en torno a la subjetividad de Naia del Castillo muestra que es más importante comprender al fetiche como la cosa que siente: el núcleo del deseo en el que tenemos que resistir. Incluso expulsados del paraíso podemos entregarnos al juego de la seducción'. Las acciones foto-escultóricas de esta artista muestran que la performance de la cosa implica una anomalía. Los vestidos y las imágenes de los cuerpos integrados en ellos dialogan como si reclamaran una continuidad de los acontecimientos. Si la fotografía marca una realidad que está fuera de nuestro alcance'', los hábitos extraños nos sugieren que podríamos, imaginariamente, gozar de esa «suplementariedad». La extraordinaria potencia poética de las obras de Naia del Castillo nos enseña que lo Real es lo imposible que tiene lugar, esto es, que acaso lo más traumático sea que los milagros existen" y, lo más inquietante, que eso inaudito puede llegar a ser la vestidura extraña que cubre lo más profundo: la piel.

FERNANDO CASTRO FLÓREZ
El milagro de los hábitos
(merodeo analítico por la obra de Naia del Castillo)

Sala Amós Salvador, 2008.




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